miércoles, 23 de mayo de 2012


Despertar en el infinito.

( Agustín García-Bravo)

 Cuando Sara despertó parecía que apenas había transcurrido un instante desde que cerró los ojos tras acomodarse  en la cápsula de hibernación, y sin embargo sabía que no era así.
Oprimió un pulsador y la cápsula se despresurizó poco a poco y finalmente la tapa se abrió. Sara salió al tenebroso interior de la nave, todo estaba en un inquietante silencio. Estaba desnuda pero no se sintió incómoda por ello, sabia que estaba sola. Cada nave tenia seis pilotos, pero nunca despertaban a la vez, sino de uno en uno.
Oprimió un botón en un panel de mando con el rótulo “humano a bordo” y el interior de la nave se iluminó y comenzó a sonar una melodía suave, en una especie de hilo musical.
Sara se vistió en el camarote, mientras lo hacía se observó en el espejo, sus pechos habían crecido, sus caderas también y su sexo tenía un vello oscuro que cuando embarcó con 15 años no estaba allí. Se había convertido en una mujer a la que no reconocía.
Habían transcurrido 50 años desde que comenzó el viaje y ahora había despertado con el aspecto físico de una mujer de 35. La hibernación ralentiza el envejecimiento, pero el proceso de despertar duraba unos meses en que ocurría lo contrario, se aceleraba, hasta cuadruplicar o quintuplicar su velocidad.
Comenzó a realizar su trabajo, sabía cual era pero no recordaba haberlo aprendido. Un ordenador había aleccionado su cerebro durante el sueño llenándolo de recuerdos técnicos y experiencias no vividas pero que se percibían como reales, a menos que Sara intentase rememorar como las había adquirido, por que al hacerlo su mente llegaba a puntos oscuros en acantilados mentales de los que no podía pasar.
Comprobó los sistemas, revisó motores y equipos, realizó un análisis del rumbo, chequeo las cápsulas de hibernación donde el resto de los pilotos esperaban por si eran necesarios. Mientras las comprobaba recordó que Paul estaba en una de ellas, ni siquiera sabía en cual de las cinco que estaban cerradas. Tras indagar en el registro supo que solo se había despertado ella. El resto de los pilotos seguían siendo apenas unos quinceañeros en el interior de sus nidos metálicos y ella andaba ya camino de la cuarentena. Paul, su Paul continuaba siendo el mismo y ella podría ser su madre, aunque en su cabeza no se notaba distinta de cuándo subió a la nave para comenzar el viaje.
Pensando en todas estas cosas se preguntó con tristeza si el amor seguiría siendo posible entre ellos cuando llegasen al final del viaje.
Tomo unas píldoras nutricionales y subió a la ventana de observación, desde la que pudo ver la enormidad de la nave. Se sintió única y desamparada a la vez.
Después volvió a desnudarse, se lavó  con un gel detergente de secado rápido y volvió a pulsar el botón  “humano a bordo”. Las luces se apagaron y la música cesó.
Se introdujo en la cápsula de hibernación y allí tendida intentó traer a su memoria uno de sus recuerdos verdaderos, de cuando era una niña que  soñaba con ser piloto y recorrer el espacio en una de esas preciosas naves que veía en televisión.
De repente se vio a si misma saltando por la calle, dando saltitos como cuando era aún más niña y eso la hacía feliz, por que lo hacía pensando a la vez en cosas que le gustan, por que Paul va de su mano, por que al detenerse el la besa en la mejilla y le dice desbordado de ilusión– cuando seamos mayores seremos pilotos y exploraremos el espacio juntos.
Sara pulsó el botón y la tapa de la cápsula comenzó a cerrarse y mientras se anclaba y comenzaba a presurizarse y cuando ya el sueño comenzaba a vencerla recordó con tristeza que ni siquiera sabia en cual de las cápsulas dormía Paul.
Después volvió al sueño.
Volvió a la nada.


martes, 15 de mayo de 2012

Se fueron caminando bajo la lluvia

"Se fueron caminando bajo la lluvia..." Una frase nostálgica para escribir sin parar durante 5 minutos.


BAJO LA LLUVIA

   Se fueron caminando bajo la lluvia sin prisa. No llevaban paraguas y no les importó. Les gustaba sentir como las finas gotas se estrellaban contra sus caras, resbalaban por sus cabellos, llegaban a los hombros y calaban su ropa.
   París era así.
   De esta manera, cogidos de la mano y con una risa nerviosa, atravesaron despacio el Pont de l´Alma, sintiendo de vez en cuando, como los miraban al pasar, como si estuvieran locos.
  Realmente no hacía frío, no obstante una mujer mayor les recriminó que se estuvieran empapando y les auguró una buena pulmonía para el día siguiente. Ellos continuaron riendo, sin prestar atención, más que a ellos mismos, a su felicidad recién recobrada, a su reencuentro después de tanto tiempo esperándolo. Hacía diez años que se perdieron el uno del otro y ahora la vida les juntaba de nuevo, dándoles una nueva oportunidad, y esta vez, que no la pensaban desperdiciar y ya nada ni nadie les volvería a separar.
   La lluvia siempre había sido su aliada. Bajo ella se besaron por primera vez, cuando eran casi unos niños.

                                                                                           Concha Ríos

Los cuentos del revés

¿Qué pasaría si de repente los cuentos infantiles cambiaran y los buenos fueran malos? 


EL CUENTO DE CAPERUCITA CONTADO POR EL LOBO

Soy un lobo infeliz. Yo estaba tan tranquilo en el bosque, cuando esa bruja de esa niña se topó conmigo. ¡Con lo bien que yo estaba limpiando un poquito la entrada de mi guarida! Me estaba buscando desde hacía tiempo, lo sé. No paraba de merodear por aquí, incluso a horas en las que los críos ya deben estar en casa cenando. Pero ella es un mal bicho y yo sabía que nada bueno estaba tramando. Se me acercó con esa carita de santa que se le da tan bien poner, y me enseñó lo que llevaba en la cesta. Como vio que no hacía caso, empezó a tirarme piedras y claro ¿qué iba a hacer? Pues enseñarle los dientes para que me dejara tranquilo, pero como si nada. Salí corriendo tras ella y empezó a gritar hasta que llegó a esa casa en la que vive su abuela, otra bruja. La abuela salió fuera y quiso pegarme con un palo. Yo sólo me defendí. Y entonces, oí un disparo y vi a aquel hombre. Pensé que las estaba ahuyentando a ellas pero ¡qué va! Intentaba darme a mí ¡Encima! Total, tuve que salir corriendo otra vez hacia el interior del bosque. Al parecer la niña le dijo a la abuela que me la intenté comer. ¡Qué asco de criatura! Al final veo que, por culpa de esta mala pécora, me voy a tener que ir a otro bosque.


                                                                                                                        Carmen Sousa

                                                        LOBITO

   Un buen día de primavera, Lobito estaba jugando en el bosque cuando mamá loba le pidió que se acercara a la cuidad a por un litro de leche. Lobito se cuelga su cinturón con su espada de madera y sale corriendo, no sin que antes mamá le recomiende que no se entretenga y se cuide de no hablar con humanos desconocidos.
     Al cercarse a la cuidad se encuentra con una niña que lleva un abrigo rojo con una capucha.
-       Hola chico, ¿dónde vas?
-       Hola –dijo tembloroso- a comprar un litro de leche para mi mamá
-       ¡ Qué bien!, si quieres te acompaño, me vendría bien comprar unas “chuches”
  Lobito no se asustó y dejó que la niña le acompañara. Al cabo de un rato ella se sentó en el suelo y le dijo que siguiera solo, que se estaba aburriendo, y le indico un camino que salía a la derecha. Lobito, que era muy confiado, siguió la indicación de la niña.
   Entonces ella empezó a correr en dirección a la casa de los lobos, con no muy buenas intenciones. Al llegar a la casa llamó a la puerta.
-       ¿Quién es? – dijo mamá loba
-       Yo, Lobito -contesto ella, tratando de imitar la voz del animal
   Mamá loba abrió y Caperucita, que era como se llamaba la niña, entró.
   Al cabo de un buen rato lobito llegó a casa y halló la puerta abierta. Se acercó a la cama de su mamá y allí la encontró muy tapada.
-       Hola mamá, ¿te encuentras bien? ¿qué te ha pasado en la cara? La tienes toda redonda
-       Es que me comí toda la tarta de zanahoria que hice para la abuela
-       …que orejas tan pequeñas tienes
-       Había demasiado ruido y como me duele la cabeza las tengo encogidas
-       …y que manos tan pequeñas…
   Como un relámpago Caperucita saltó de la cama y dijo gritándole:
-       Son para cogerte mejor y llevarte atado a mi casa para que me sirvas de mascota
   En ese preciso momento pasaban por allí unos ecologistas, que al oír los gritos de Lobito se acercaron a la casa, regañaron severamente a la niña y le hicieron volver a la suya. Después desataron con cuidado a Lobito y rescataron a su madre que se estaba amordazada y encerrada en la alacena.
                                                                                    

                                                                                                                                       Concha Ríos

 


Asesinando a los clásicos

Para los relatos de esta entrada tomamos un argumento conocido (un cuento, una novela, etc.) e introdujimos un personaje que "asesina" al uno de los protagonistas. ¿Qué sucede con la historia? ¿Y si el asesino pudiera moverse a voluntad dentro y fuera del libro?


ASESINO de CUENTO

  De pequeño siempre fue un niño retraído, casi nunca hablaba y no tenía amigos. Le gustaba incumplir sistemáticamente las normas que facilitan la convivencia o el aprendizaje. Los demás niños le ignoraban, cuando no le despreciaban. Lo mismo se podría decir de sus profesores y de sus padres. Era lo que muchos considerarían un niño problemático. Nunca le gustaron los juegos para niños, ni los cuentos y canciones que se suponían que eran para su edad. De hecho odiaba aquellos relatos cuyos protagonistas trataban de moralizar o incitar a los más pequeños a portarse como ellos. El que más repulsión le producía, sobre todos los demás, era el de Blancanieves, esa preadolescente inmoral, que con la excusa de que se llevaba mal con su madre se va a vivir con siete hombres, y además enanos. Era una depravación… ¿Qué clase de mensaje pretendía dar el autor a la infancia?
   Dormía mal. A veces se levantaba cansado, con la sensación de haber pasado toda la noche viajando fuera de su cuerpo.
   Afortunadamente la niñez había durado poco y ya casi la había olvidado.
   Siempre que pasaba delante de una librería y veía en el escaparate libros de cuentos para niños, con esas ilustraciones tan cursis, le entraban unas ganas irracionales de prenderle fuego con todos esos odiosos libros dentro y así matar a sus personajes.        
   Nada de eso se traslucía en su vida cotidiana. Aparentaba ser un hombre normal, incluso agradable. Estaba soltero y vivía solo. Trabajaba en una agencia de publicidad y la verdad es que estaba bien considerado.
   Aquella mañana el tráfico estaba imposible. Se encontraba atascado dentro de un túnel y eso le producía, extrañamente, cierta sensación de seguridad. Sintió un leve mareo y cerró un momento los ojos, al abrirlos, segundos después, se encontró dentro de un palacio. ¿De qué manera había llegado allí? ¿Se había dormido? Lo cierto era que el lugar parecía muy real. Delante de él ascendía una majestuosa escalinata de mármol blanco hacía la planta superior, por el que descendía el sonido de unas voces. Ya en el rellano se sorprendió al encontrarse con un enorme espejo encima de la barandilla que parecía tener vida.
Lo ignoró.
   Entró en la habitación de donde salían las voces. Era amplia y con mucha luz. Disfrutaba de una magnífica chimenea y sentada junto el fuego había una figura cosiendo. ¡Dios! ¡Era una princesa de los cuentos! Es más… ¡era la muy odiada Blancanieves! ¡No se lo podía creer! ¿Estaría soñando, o más bien era una pesadilla? Nunca había creído en la imaginación y sin embargo la imaginación le había llevado hasta allí.
   La niña le miró y le sonrió, como si el que se encontrará allí fuera lo más normal del mundo…o al menos de su mundo.

    Él sintió que aquello era perfecto. De pronto todos sus ocultos deseos afloraron con una fuerza irresistible… ¡PODÍA MATAR A UNA PRINCESA DE CUENTO!
-          Hola –dijo el hombre, sin apenas mirarla, embobado en su propio asombro aunque tratando de disimularlo
-          Hola, me alegro de volver a verte. –contestó Blancanieves-  dejando a un lado la costura y mirándole risueña
-          ¿Qué haces aquí?
-           ¿Qué qué hago?, pues esperarte
-          ¿Sabías que vendría?, preguntó aún más intrigado, si era posible.
-          Claro, como siempre.
-          ¿Cómo que como siempre? ¿Qué quieres decir con eso? –preguntó extrañado el hombre, acercándose lentamente a ella y recorriendo nuevamente la habitación con la vista, tratando de recordar si había estado anteriormente allí.
-          Llevas años haciéndolo, solo que nunca antes me habías hablado, aunque yo si te hablaba a ti. ¿Sabes ya a lo que has venido?
   Se levantó y acercándose a un gran balcón, le dio la espalda.
   En ese momento lo supo…
   Cogió el atizador de la chimenea y lo estrelló contra su cabeza. La sangre lo salpicó todo. Cayó al suelo como una muñeca rota, rebotando su cráneo contra las losas del suelo. La muerte fue instantánea.
   En ese preciso momento entró en la habitación la madrastra que, sorprendida, se quedó mirando al cadáver de Blancanieves y a las manos ensangrentadas del hombre, alternativamente. Esbozó una sonrisa triunfal. Por fin alguien la había librado de aquella odiosa niña. Ahora ya podía preguntarle tranquilamente al espejo sin temor a su respuesta, pues ya la sabía. Se sintió dichosa por primera vez en mucho tiempo. Aquel hombre, fuese quién fuese, la había devuelto la tranquilidad. Debería recompensarle, aunque no sabía dónde se había metido.
   Ordenó a dos de sus hombres que llevaran el cuerpo de la niña al bosque y allí lo dejaran abandonado para que se lo comieran las alimañas. Los hombres obedecieron a su reina. Extrañamente no sintieron nada al hacerlo. La maldad empezaba a apoderarse también de sus almas.
   Por la noche, ya tarde, unos enanitos volvían de trabajar cuando se toparon en su camino con el cuerpo de Blancanieves. Durante un buen rato no supieron que hacer. Unos lloraban, otros ni siquiera capaces de eso, daban vueltas a su alrededor tratando de reanimarla. Conocían a la niña desde el día que nació. Todo el mundo la conocía. Era su princesa, y sabían que después de la muerte de su madre, la nueva esposa de su padre le hacía la vida imposible. Estaban convencidos de que la muerte era obra de la madrastra, así pues cogieron el cuerpo y lo llevaron a su casa del bosque.
   La limpiaron y la adornaron con flores. La estuvieron velando, junto con la luna y los animales del bosque, durante toda la noche. Algunos personajes de otros cuentos, al enterarse de la triste noticia, quisieron también acompañarles: Pinocho, Cenicienta, el Gato con botas, Caperucita y el Lobo… A la mañana siguiente la enterraron en un lugar donde nadie la encontrase. Mudito vio pasar a un extraño hombre entre los árboles, pero evidentemente, no dijo nada.
   El hombre se acercó sigiloso a la cabaña de los enanos y con una maliciosa mirada en los ojos y una lata de gasolina en la mano, le prendió fuego, acabando en un momento con la vida de todos ellos. Se oyó por el bosque un alarido de felicidad. Había salido de su garganta. Los animales huyeron despavoridos y no volvieron nunca más, ni al bosque de ese cuento ni a ningún otro.
   En el palacio, el espejo mágico se rompió en mil pedazos.
  Desde aquel día, el Reino sometido a la tiranía de aquella mala mujer, fue desapareciendo, poco a poco, comido por la maleza y, nadie, nunca más, volvería a saber de él.
   La policía encontró su coche abandonado dentro de un túnel y los servicios del Samur lo encontraron a él, con la ropa ensangrentada, la mirada perdida y una bobalicona sonrisa en la cara. Desde entonces está internado en un hospital psiquiátrico donde no para de repetir lleno de felicidad que él es el asesino de Blancanieves y los siete enanitos.
   Los pocos que le conocen dicen que nunca le habían visto tan contento y locuaz. Le cuenta, a todo el que le quiere escuchar, la historia de su asesinato. Es posible que no salga nunca de allí. Los médicos no creen que pueda curarse.


                                                                                                                                         Concha Ríos



UN CASO MUY ESPECIAL

El teléfono sonaba con estridencia justo cuando el comisario Brunetti entraba por la puerta de su despacho. Prácticamente se lanzó a cogerlo. Era el vicequestore Patta, que requería de inmediato su presencia. Salió de nuevo y fue hacia el despacho del jefe, mirando de reojo a la signorina Elettra, que estaba colocando flores frescas en su mesa, pero ella se encogió de hombros, dando a entender que no sabía cuál era el asunto que requería tanta urgencia.
-Buenos días. Usted dirá.
-Siéntese, Brunetti. He recibido desde la Central un encargo bastante especial. Se ha producido un asesinato en los bosques Tieck*. Se trata de una joven que ha recibido varios tiros, al parecer de escopeta de caza.
-¿Los bosque Tieck? Eso no está en nuestra jurisdicción.
-Lo sé, pero el gobernador me ha pedido que le enviemos a usted. La víctima es nada más y nada menos que Caperucita Roja y los de arriba quieren estar seguros de mandar a una persona competente. Tenga en cuenta que es usted uno de los mejores y más famosos investigadores de toda la novela policíaca contemporánea.
-Es halagador que cuenten conmigo, vicequestore, pero dado lo delicado del caso ¿no habría sido mejor llama a Sherlock Holmes?
-¡Oh! Brunetti, no diga bobadas. Bien sabe usted lo estirado que es Holmes, y más desde que la BBC le dedicó una serie en televisión. Además creo que está intentando dejar el tabaco y últimamente tiene un humor de perros.
-¡Sí, es duro se adicto a la nicotina en estos tiempos que corren! Bien, Vianello me acompañará como siempre ¿verdad?
-No, tendrá que ir solo, comisario. Vianello está asignado a otro caso.
Guido Brunetti dio un hondo suspiro. Se levantó, se arregló la gabardina que no había llegado a quitarse y se dirigió hacia la puerta.
-De acuerdo, vicequestore Patta. Le mantendré informado.
Y dicho esto, salió del despacho de su jefe y se encaminó hacia la calle. Tomó una lancha de la policía hasta las cocheras y desde allí, fue conduciendo hasta los bosques Tieck. Tomó la salida 23 de la autopista y se dirigió hacia el pueblecito de Tieckburgo, desde donde habían recibido la noticia del asesinato. No necesitó preguntar a ningún lugareño por la comisaría, pues el pueblo era muy pequeño, apenas una docena de casas prácticamente enfiladas en una misma calle. Aparcó y se dirigió dentro, donde el jefe de la policía local y el alcalde lo esperaban.
-Comisario Brunetti, bienvenido. Es un honor tenerle aquí. Lástima que se trate de estas circunstancias – comentó el alcalde.
-Muchas gracias. Yo también siento tener que visitar un sitio tan bonito por un motivo tan desagradable.
-Comisario –dijo el jefe de policía – me gustaría ponerle al tanto de todo antes que me acompañe usted al lugar de los hechos. Si es tan amable de pasar a mi despacho.
Los tres hombres pasaron dentro y hablaron durante largo rato acerca del crimen. El jefe de policía le expuso punto por punto todos los hallazgos y las pesquisas realizadas por los investigadores locales hasta el momento.
-¿Han detenido a algún sospechoso?
-Sí, señor comisario, al lobo. No tenían buena relación, como todo el mundo sabe, y últimamente había habido varios episodios de provocación por parte de ambos.
-Demasiado evidente. El lobo no ha podido ser. Me temo que alguien ha aprovechado las circunstancias para acabar con ella y simular una riña entre vecinos. ¿Han interrogado a la abuela?
-Sí, señor comisario, pero la pobre mujer estaba en casa de uno de sus hijos celebrando el cumpleaños de un biznieto el día de autos. No nos sirve como testigo.
-¿Y qué hay de su círculo de amistades? El asesino en muchos casos suele estar entre personas allegadas.
-Hemos contactado con el leñador. Dos agentes están con él en la casa de la abuela esperando que lleguemos para interrogarlo.
-Bien, pues vamos para allá.
Salieron de la comisaría. El alcalde se despidió, no sin antes agradecer a Brunetti su presencia en el caso. Montaron en el 4 x 4 de la policía local y pusieron rumbo a los bosques Tieck. Pararon a la entrada y siguieron a pié. Los bosques Tieck están considerados Parque Natural y sólo pueden recorrerse andando. Brunetti se dio cuenta de lo poco apropiado de su vestimenta. Su gabardina, su sombrero, su traje de lana fría y sus zapatos de piel estaban hechos para recorrer la húmeda Venecia, no para deambular por esos parajes. Mientras caminaba en dirección a la cabaña de la abuela se lamentó de que le hubiesen asignado a él este caso. Sus hijos, aunque ya adolescentes, aún tenían fresca la infancia y sus cuentos, e investigar el asesinato de Caperucita era algo que le resultaba doloroso. Habría sido más adecuado asignárselo a Wallander, cuya hija era ya mayor, pero claro, Suecia y Henning Mankell estaban demasiado lejos.
Llegaron a la casa de la abuela. Los restos de sangre estaban en la parte trasera, justo donde la anciana acostumbraba a tender la ropa.
-Fue aquí. Los disparos se hicieron con una escopeta de caza, pero aquí está prohibido cazar y nunca ha habido problemas de furtivos.
-Obviamente alguien entró en el bosque con intención de matarla.
-Así es.
-Veamos qué nos cuentan el leñador.
Entraron en la cabaña donde estaban dos agentes acompañados del leñador, un tipo alto, fuerte, vestido con pantalón vaquero y camisa de cuadros.
-Señores, este es el comisario Brunetti, que se ha hecho cargo de la investigación.
-Buenos días, señores –dijo Brunetti.
-Buenos días, señor comisario.-contestaron los agentes al unísono.
El jefe de policía les indicó una mesa junto a una de las ventanas. Tomaron asiento.
-Bien, señor leñador ¿dónde estuvo usted la mañana de autos? – preguntó Brunetti.
-En la reunión mensual del sindicato.
-¿El sindicato de leñadores?
-¡No! El del personal del bosque. Hace años que los leñadores dejamos de trabajar aquí. Está prohibido talar los árboles desde que lo hicieron Parque Natural. Nos tuvimos que reconvertir en guardabosques.
-Tiene testigos de su asistencia a la reunión, supongo.
-Por supuesto, los siete enanos. Ellos también tuvieron que adaptarse a los nuevos tiempos. Ahora se dedican a enseñar las instalaciones de lo que fueron las minas a los visitantes.
-¿Qué relación tenía usted con la joven Caperucita?
-De vecindad. Varias veces tuve que mediar entre ella y algunos vecinos, especialmente el lobo. Se incordiaban mutuamente y a menudo yo intervenía para evitar broncas. ¿Tenía enfrentamientos con más vecinos, no sólo con el lobo?
-Sí, no era la niña dulce que le traía queso y miel a la abuelita, era mujer de armas tomar. Hace tiempo que se hizo activista de Greenpeace y siempre estaba metida en algún lío ecologista. Ahora tenía una guerra abierta contra una empresa constructora que quería que la Administración expropiara parte de los terrenos del parque para construir un hotel de lujo y un campo de golf. El responsable de la empresa es el príncipe Alberto.
-¿De Mónaco?
-No, el de Bomburgo ¿no le suena? Fue pretendiente de Blancanieves.
-¿Pretendiente? ¿No se casaron al final?
-¡No! Eso dice el cuento, pera ella se fugó con un rockero. Ya sabe usted que a las mujeres las vuelven locas los músicos.
-¡Tengo una hija adolescente que muere por todos ellos! Y ¿dice usted que la relación de Caperucita con este individuo era de guerra abierta?
-Sí, señor comisario.
-Bien. Habrá que pedir que lo traigan a comisaría. Muchas gracias, señor leñador. Puede marcharse.
Brunetti le pidió al jefe de policía que localizara al príncipe y lo llevara a comisaría para interrogarlo. Había serios indicios de que pudiese ser el asesino. Salieron de la cabaña y fueron hacia donde había dejado el coche.
De vuelta al pueblo, se hizo la hora de comer. El jefe de policía le indicó el restaurante del pueblo mientras él hacía los trámites para localizar al príncipe. El restaurante local era un sitio bastante común. Ofrecía un menú del día a buen precio, pero para nada comparable con los platos que le preparaba Paola y que con tan buen gusto había recogido Donna León, la autora que le había dado vida, en un libro que tituló “La cocina de Brunetti”. Estaba saboreando una grappa después de comer, cuando un agente vino a buscarlo. El príncipe se había presentado en comisaría. Cuando Brunetti llegó, se encontraba en la sala de interrogatorios, sentado de una manera chulesca y tamborileando los dedos encima de la mesa. Ni siquiera saludó al comisario cuando este le extendió la mano. El tipo parecía alto, con el pelo peinado hacia atrás engominado y tenía ese aire repelente que tienen la mayoría de los pijos.
-Espero que tenga una buena razón para hacerme venir, interrumpiendo mi partido de polo.
-Bien, iremos al grano. Al parecer, tenía usted un serio enfrentamiento con la víctima.
-Esa niñata pretendía arruinar mi negocio y el futuro de la zona. Imagínese la de puestos de trabajo que podrían haberse creado de no haberse paralizado nuestro proyecto ¡Y todo por culpa de esa entrometida! Destrucción del área protegida ¿qué sabrá ella de negocios? Imagínese el complejo hotelero que podríamos crear aquí de no ser por los putos ecologistas. ¡Medio ambiente, medio ambiente! ¡Malditos hippies fanáticos! Han llenado estos bosques de palurdos domingueros que patean por todas partes. Antes se talaban los árboles, se explotaban las minas, en fin, se generaba riqueza, pero ahora… ¡Ah! Reserva natural. ¡Cuánta tontería ha traído la modernidad! Antiguamente mi familia recorría estas tierras a caballo sin que nadie nos molestara. Ahora uno tiene que dejar el coche fuera y recorrerlas andando como un rufián. ¿Cree usted que alguien de mi alcurnia puede ir por ahí andando como si fuese un cualquiera? ¡Y olvídese de la caza! Mi bisabuelo organizaba monterías cada temporada a las que acudían los nobles de la zona. Ahora las escopetas se oxidan en las vitrinas esperando a ser usadas.
-¿Es usted aficionado a la caza?
-Por supuesto, es mi deporte favorito. Claro que ahora es bastante difícil practicarlo. Esos ecologistas asedian por todas partes.
-Tiene escopeta, claro.
-¡Tengo varias, no sólo una!
-¿Dónde estuvo la mañana de autos?
-En casa, despachando con mi mayordomo asuntos domésticos.
-¿Toda la mañana?
-Bueno…no lo recuerdo…tengo muchas cosas que hacer.
El príncipe empezó a sudar.
-También estuve en el salón leyendo un rato.
-¿Alguien puede corroborar su coartada?
-¡Mi coartada! ¿Me está diciendo que soy sospechoso? ¿Cómo se atreve? ¡Soy un miembro de la realeza, no tengo que rendir cuentas a nadie!
El jefe de policía entró.
-Disculpe, comisario, acabamos de recibir una llamada de un testigo que vio a su alteza montando a caballo con una escopeta la mañana del crimen. No le dio importancia, pero recuerda que al rato, mientras andaba tomando unas fotos, oyó varios disparos. Pensó que tal vez alguna alimaña había atacado al príncipe, pero se enteró por el periódico del asesinato y ha decidido informar.
Brunetti miró al príncipe, que estaba pálido como un muerto.
-¡Quiero que venga mi abogado! –dijo con un hilo de voz.
El jefe de policía mandó pasar a los dos agentes para que lo esposaran.
-¡Cómo no! –dijo- Pero mientras llega, su alteza va a bajar unos peldaños hasta llegar al calabozo.
Brunetti se levantó y se dirigió al jefe de policía.
-Parece que el asunto está resuelto.
-Le agradezco mucho su presencia, comisario. Sin usted esta historia no se habría escrito igual. Espero que vuelva por aquí, pero sólo de visita.
-Muchas gracias. Ha sido un placer conocerles, aunque haya sido por un asunto tan desagradable.
Brunetti salió hacia su coche. Mientras conducía de vuelta a Venecia, pensó en lo muy diferente que resultaría el cuento de Caperucita cuando se lo tuviera que contar a sus nietos.

*Ludwig Tieck es el autor de Vida y muerta de la pequeña Caperucita Roja. Una tragedia, una de las obras en las que se inspiraron los hermanos Grimm para escribir su propia versión del cuento. 

Carmen Sousa


YO MATÉ A DON JUAN TENORIO



Era yo estudiante y volvía del Instituto en bicicleta por la solitaria carretera que separaba mi casa del centro de enseñanza. Y entonces lo vi, imposible no verlo; donde antes estaba la antigua y ruinosa caseta del peón caminero había surgido un libro enorme, abierto en forma de tienda de campaña. Como llovía con fuerza, decidí dejar la bicicleta en la puerta y cobijarme. Yo esperaba encontrar un refugio para caminantes o un comercio que vendiese chucherías para los niños y adolescentes que pasábamos por allí, pero mi sorpresa no tuvo límites cuando me encontré una sala amplia y luminosa, con una chimenea encendida, una mesa camilla y diversas sillas a su alrededor. Sobre la pared más grande había una estantería repleta de libros, clasificados por temas. Estuve un rato sin atreverme a entrar, a pesar del letrero de “pase sin llamar” que había en el vestíbulo. Cuando lo hice, apareció una señora de muchos años que amablemente me invitó a sentarme y a tomar un tazón de leche con cacao que entonó mi organismo. Después me dijo: “No tengas miedo, este sitio, como puedes ver, es una sala de lectura; nada malo puede ocurrirte aquí, no hay mejor pasatiempo para una tarde de lluvia como ésta que tomar un libro y leerlo según le convenga al lector”.

Al principio yo no entendía qué significaba eso de “según le convenga al lector”, pero después me fijé en que en la estantería había un apartado de tomos con la etiqueta “nuevas versiones” e incluso uno que decía “libros en blanco”. La bibliotecaria me explicó que no había por qué conformarse con lo que otros escribían, ni por qué tenerle tanto respeto a los clásicos, para eso a todos nos había sido dado un cierto talento creador. Pero, de todos modos, si quería leer las versiones reconocidas por la historia sobre tal o cual figura, también estaban alineadas en la librería bajo la etiqueta “Libros de siempre”.

Yo recordé un trabajo que me habían encargado en el Instituto para la clase de Literatura; se trataba de hacer una especie de ensayo sobre algún personaje de ficción y a mi me había tocado “Don Juan Tenorio”. No me gustaba el personaje y yo no sabía por donde empezar, pero esa tarde, al amor de la chimenea en aquella salita encantada, me sentía capaz de todo. Comencé por leer de nuevo la obra de Zorrilla y, como siempre, me quedó un cierto gusto desagradable que no acertaba a explicarme. “Entra dentro de ti y averigua qué es lo que te repele” – me dijo la bibliotecaria – “Cuando lo sepas, tú sola encontrarás la solución”.

Regresé al día siguiente con las ideas mucho más claras y volví a tomar de la estantería el Tenorio de Zorrilla. Lo que me disgustaba de la obra era el papel secundario y a todas luces utilitario que se le daba a las mujeres, porque incluso aunque don Juan se hubiese enamorado y este amor le redimiese en su último momento, el rol desempeñado por doña Inés no dejaba de ser una mera vía para ensalzar una figura masculina poco digna de alabanza. “Yo creo –dije- que habría que cambiar esta obra. Don Juan merece morir sin gloria alguna”.

Yo no sé si fue la magia de aquella sala y de la mujer que la regentaba, pero estaba contemplando una ilustración que representaba la Hostería del Laurel y de pronto me vi dentro de ella, vestida cual mesonera del Siglo de Oro español y sirviendo vino entre las mesas. Don Juan y don Luis Mejía discutían acaloradamente sobre cual había conquistado más mujeres y matado más hombres durante un año. Ambos me parecían despreciables pero, a pesar de todo, no me consideraba capaz de asesinarlos; tenía que buscar quien lo hiciese por mí. Volví a mi mundo y a la sala de estar y pedí permiso para llevarme el libro a mi casa; y a la vez uno en blanco para ir escribiendo yo mi propia versión. Aquella misma noche trazaría un plan de acción urgente.

Lo primero que hice fue estudiar el triste papel que le habían asignado a doña Ana de Pantoja, una mujer que ha de casarse al día siguiente con don Luis Mejía, hombre al que supuestamente ama, y que por un engaño en el que participa su propia criada, deja entrar en su cuarto a don Juan Tenorio. No se sabe si es forzada por éste, o es tan tonta que cambia de pareja sin darse cuenta. En cualquier caso, lo que opine la mujer da lo mismo, porque lo mas probable es que acabe en un convento donde esconder su vergüenza; aquí lo importante es salvar el honor de don Luis.

Aquella noche en mi dormitorio, después de haberme agenciado las gotas de dormir de mi abuela, encontré en el libro una calle con una ventana enrejada donde iba a tener lugar la conversación entre don Juan y Lucía, la criada de doña Ana, y allí me presenté con urgencia, vestida como siempre de mesonera, antes de que don Juan llegase. Tuve que convencer a Lucía de que le diese al caballero junto con el vino, que seguramente bebería para celebrar su hazaña, unas cuantas de aquellas gotas. Le dije que don Juan las pedía siempre en el mesón para mejorar el impulso amatorio, del que a veces andaba un poco falto, pero hice mucho hincapié en que debía echarlas en el vino sin que lo viera nadie, ni siquiera el mismo don Juan, y que no hiciese comentario alguno porque si don Juan se sentía humillado el castigo sería feroz. Después, me volví a mi cama y dormí como un lirón a la espera del desarrollo de los acontecimientos.

Al día siguiente, abrí el libro, antes en blanco y descubrí que don Juan dormía como un bebé al lado de una doña Ana ultrajada y llorosa. Cuando apareció el deshonrado don Luis Mejía, el pobre don Juan no sabía donde estaba él, ni mucho menos su espada. Se levantó como pudo, recordó que había quedado en ir a un convento a seducir a una novicia y pidió una tregua, pero don Luis sólo le dio el tiempo suficiente para vestirse, salir de la habitación y batirse en duelo con él. Después de unos cuántos versos en los que se insultaron mutuamente y mancillaron cada uno el honor del otro, y que no puedo recitar porque la memoria me falla y lo importante aquí es el argumento, don Juan salió a la calle a pelear, pero tenía los reflejos adormilados y no pudo esquivar la espada de don Luis, que le dejó muerto en pocos minutos. (Ya sabía yo que las gotas de mi abuela eran potentes).

A continuación, me metí en el dormitorio de doña Ana que no dejaba de gimotear, que qué deshonra había hecho ella caer sobre su casa, que aquel tendría que haber sido el día más feliz de su vida y era el más desgraciado, que esperaba de la clemencia de su padre que no la lanzase al arroyo y tuviera la piedad de encerrarla en un convento en el que prometía rezar y pedir perdón el resto de su vida. Tuve que darle un par de tortas para que se calmara y me escuchase. Le dije que ella no era culpable de nada, que empezase por despedir a esa criada tan desleal, que don Juan estaba muerto y que don Luis, si de verdad la amaba, correría a su lado y se casarían ese mismo día, como estaba previsto. Pero ella me dijo que eso no era posible, que me leyese bien la obra y vería como don Luis decía textualmente:

Don Juan, yo la amaba, si
mas con lo que habéis osado,
imposible la has dejado
para vos y para mi

Volví un momento a mi dormitorio para comprobarlo y era verdad. Ese texto aparecía en la obra de Zorrilla y también en la nueva versión; está visto que hay cosas que no cambian por más que haga una.

Entonces se me ocurrió algo. Volví a casa de doña Ana, busqué las gotas de mi abuela y le dije a la pobre inocente: “No le hagas caso a tu novio, eso es porque está nervioso; pero mira, corre tras él antes de que se marche, invítale a tomar una copa contigo a modo de despedida, pero ponle dentro estas gotas, no tres ni cuatro, el frasco entero. Es un filtro amoroso que hará que no recuerde nada de lo que ha pasado y se vuelva a enamorar de ti, de tal modo que sólo vea por tus ojos”. Doña Ana me dijo que así lo haría y yo volví a mi casa tan contenta.

Resumiendo, en mi nueva versión de don Juan Tenorio, por supuesto el protagonista muere por la espada de don Luis y don Luis por una sobredosis de estupefacientes, doña Ana acaba en un convento donde gracias al dinero de su padre llega a ser madre abadesa y la pobre Inés, que recibió la carta de su amado don Juan, no sabe que éste ha muerto y sigue ilusionada, aguardándole cada noche para poder representar la escena del sofá.

Muy contenta con mi aportación al mundo de la literatura y la justicia, me encaminé de nuevo a la biblioteca mágica y dejé allí la versión original y la mía. “Vuelve cuando quieras”, me dijo la encargada, pero no volví. El trabajo que hice para el Instituto, me valió un suspenso que me tuvo todo el verano estudiando la asignatura como tenía que ser y no como yo quería que fuese, y cuando volví en septiembre la tienda había desaparecido y en su lugar volvía a estar la caseta ruinosa de peón caminero.

 Sin embargo, al recordarlo al cabo de los años, solamente pienso en volver. Estoy segura de que, si quiero, la biblioteca aparecerá otra vez.


                                                                                                                                   Milagros González