Para los relatos de esta
entrada tomamos un argumento conocido (un cuento, una novela, etc.) e introdujimos
un personaje que "asesina" al uno de los
protagonistas. ¿Qué sucede con la historia? ¿Y si el asesino pudiera moverse a voluntad
dentro y fuera del libro?
ASESINO
de CUENTO
De pequeño
siempre fue un niño retraído, casi nunca hablaba y no tenía amigos. Le gustaba
incumplir sistemáticamente las normas que facilitan la convivencia o el
aprendizaje. Los demás niños le ignoraban, cuando no le despreciaban. Lo mismo
se podría decir de sus profesores y de sus padres. Era lo que muchos
considerarían un niño problemático. Nunca le gustaron los juegos para niños, ni
los cuentos y canciones que se suponían que eran para su edad. De hecho odiaba
aquellos relatos cuyos protagonistas trataban de moralizar o incitar a los más
pequeños a portarse como ellos. El que más repulsión le producía, sobre todos
los demás, era el de Blancanieves, esa preadolescente inmoral, que con la
excusa de que se llevaba mal con su madre se va a vivir con siete hombres, y
además enanos. Era una depravación… ¿Qué clase de mensaje pretendía dar el
autor a la infancia?
Dormía mal.
A veces se levantaba cansado, con la sensación de haber pasado toda la noche
viajando fuera de su cuerpo.
Afortunadamente
la niñez había durado poco y ya casi la había olvidado.
Siempre que
pasaba delante de una librería y veía en el escaparate libros de cuentos para
niños, con esas ilustraciones tan cursis, le entraban unas ganas irracionales
de prenderle fuego con todos esos odiosos libros dentro y así matar a sus
personajes.
Nada de eso
se traslucía en su vida cotidiana. Aparentaba ser un hombre normal, incluso
agradable. Estaba soltero y vivía solo. Trabajaba en una agencia de publicidad
y la verdad es que estaba bien considerado.
Aquella
mañana el tráfico estaba imposible. Se encontraba atascado dentro de un túnel y
eso le producía, extrañamente, cierta sensación de seguridad. Sintió un leve mareo
y cerró un momento los ojos, al abrirlos, segundos después, se encontró dentro
de un palacio. ¿De qué manera había llegado allí? ¿Se había dormido? Lo cierto
era que el lugar parecía muy real. Delante de él ascendía una majestuosa
escalinata de mármol blanco hacía la planta superior, por el que descendía el
sonido de unas voces. Ya en el rellano se sorprendió al encontrarse con un
enorme espejo encima de la barandilla que parecía tener vida.
Lo ignoró.
Entró en la
habitación de donde salían las voces. Era amplia y con mucha luz. Disfrutaba de
una magnífica chimenea y sentada junto el fuego había una figura cosiendo.
¡Dios! ¡Era una princesa de los cuentos! Es más… ¡era la muy odiada
Blancanieves! ¡No se lo podía creer! ¿Estaría soñando, o más bien era una
pesadilla? Nunca había creído en la imaginación y sin embargo la imaginación le
había llevado hasta allí.
La niña le
miró y le sonrió, como si el que se encontrará allí fuera lo más normal del
mundo…o al menos de su mundo.
Él sintió que aquello era perfecto. De
pronto todos sus ocultos deseos afloraron con una fuerza irresistible… ¡PODÍA
MATAR A UNA PRINCESA DE CUENTO!
-
Hola –dijo el hombre, sin apenas mirarla,
embobado en su propio asombro aunque tratando de disimularlo
-
Hola, me alegro de volver a verte.
–contestó Blancanieves- dejando a un
lado la costura y mirándole risueña
-
¿Qué haces aquí?
-
¿Qué qué hago?, pues esperarte
-
¿Sabías que vendría?, preguntó aún más
intrigado, si era posible.
-
Claro, como siempre.
-
¿Cómo que como siempre? ¿Qué quieres
decir con eso? –preguntó extrañado el hombre, acercándose lentamente a ella y
recorriendo nuevamente la habitación con la vista, tratando de recordar si
había estado anteriormente allí.
-
Llevas años haciéndolo, solo que nunca
antes me habías hablado, aunque yo si te hablaba a ti. ¿Sabes ya a lo que has
venido?
Se levantó
y acercándose a un gran balcón, le dio la espalda.
En ese
momento lo supo…
Cogió el
atizador de la chimenea y lo estrelló contra su cabeza. La sangre lo salpicó
todo. Cayó al suelo como una muñeca rota, rebotando su cráneo contra las losas
del suelo. La muerte fue instantánea.
En ese
preciso momento entró en la habitación la madrastra que, sorprendida, se quedó
mirando al cadáver de Blancanieves y a las manos ensangrentadas del hombre,
alternativamente. Esbozó una sonrisa triunfal. Por fin alguien la había librado
de aquella odiosa niña. Ahora ya podía preguntarle tranquilamente al espejo sin
temor a su respuesta, pues ya la sabía. Se sintió dichosa por primera vez en mucho
tiempo. Aquel hombre, fuese quién fuese, la había devuelto la tranquilidad.
Debería recompensarle, aunque no sabía dónde se había metido.
Ordenó a
dos de sus hombres que llevaran el cuerpo de la niña al bosque y allí lo
dejaran abandonado para que se lo comieran las alimañas. Los hombres
obedecieron a su reina. Extrañamente no sintieron nada al hacerlo. La maldad
empezaba a apoderarse también de sus almas.
Por la
noche, ya tarde, unos enanitos volvían de trabajar cuando se toparon en su
camino con el cuerpo de Blancanieves. Durante un buen rato no supieron que
hacer. Unos lloraban, otros ni siquiera capaces de eso, daban vueltas a su
alrededor tratando de reanimarla. Conocían a la niña desde el día que nació.
Todo el mundo la conocía. Era su princesa, y sabían que después de la muerte de
su madre, la nueva esposa de su padre le hacía la vida imposible. Estaban
convencidos de que la muerte era obra de la madrastra, así pues cogieron el
cuerpo y lo llevaron a su casa del bosque.
La
limpiaron y la adornaron con flores. La estuvieron velando, junto con la luna y
los animales del bosque, durante toda la noche. Algunos personajes de otros cuentos,
al enterarse de la triste noticia, quisieron también acompañarles: Pinocho,
Cenicienta, el Gato con botas, Caperucita y el Lobo… A la mañana siguiente la
enterraron en un lugar donde nadie la encontrase. Mudito vio pasar a un extraño
hombre entre los árboles, pero evidentemente, no dijo nada.
El hombre
se acercó sigiloso a la cabaña de los enanos y con una maliciosa mirada en los
ojos y una lata de gasolina en la mano, le prendió fuego, acabando en un
momento con la vida de todos ellos. Se oyó por el bosque un alarido de
felicidad. Había salido de su garganta. Los animales huyeron despavoridos y no
volvieron nunca más, ni al bosque de ese cuento ni a ningún otro.
En el
palacio, el espejo mágico se rompió en mil pedazos.
Desde aquel día, el Reino sometido a la
tiranía de aquella mala mujer, fue desapareciendo, poco a poco, comido por la
maleza y, nadie, nunca más, volvería a saber de él.
La policía
encontró su coche abandonado dentro de un túnel y los servicios del Samur lo
encontraron a él, con la ropa ensangrentada, la mirada perdida y una bobalicona
sonrisa en la cara. Desde entonces está internado en un hospital psiquiátrico
donde no para de repetir lleno de felicidad que él es el asesino de
Blancanieves y los siete enanitos.
Los pocos
que le conocen dicen que nunca le habían visto tan contento y locuaz. Le
cuenta, a todo el que le quiere escuchar, la historia de su asesinato. Es
posible que no salga nunca de allí. Los médicos no creen que pueda curarse.
Concha Ríos
UN
CASO MUY ESPECIAL
El teléfono sonaba con estridencia justo cuando el
comisario Brunetti entraba por la puerta de su despacho. Prácticamente se lanzó
a cogerlo. Era el vicequestore Patta, que requería de inmediato su presencia. Salió
de nuevo y fue hacia el despacho del jefe, mirando de reojo a la signorina
Elettra, que estaba colocando flores frescas en su mesa, pero ella se encogió
de hombros, dando a entender que no sabía cuál era el asunto que requería tanta
urgencia.
-Buenos días. Usted dirá.
-Siéntese, Brunetti. He recibido desde la Central un
encargo bastante especial. Se ha producido un asesinato en los bosques Tieck*.
Se trata de una joven que ha recibido varios tiros, al parecer de escopeta de
caza.
-¿Los bosque Tieck? Eso no está en nuestra jurisdicción.
-Lo sé, pero el gobernador me ha pedido que le enviemos a
usted. La víctima es nada más y nada menos que Caperucita Roja y los de arriba
quieren estar seguros de mandar a una persona competente. Tenga en cuenta que
es usted uno de los mejores y más famosos investigadores de toda la novela
policíaca contemporánea.
-Es halagador que cuenten conmigo, vicequestore, pero
dado lo delicado del caso ¿no habría sido mejor llama a Sherlock Holmes?
-¡Oh! Brunetti, no diga bobadas. Bien sabe usted lo
estirado que es Holmes, y más desde que la BBC le dedicó una serie en
televisión. Además creo que está intentando dejar el tabaco y últimamente tiene
un humor de perros.
-¡Sí, es duro se adicto a la nicotina en estos tiempos
que corren! Bien, Vianello me acompañará como siempre ¿verdad?
-No, tendrá que ir solo, comisario. Vianello está
asignado a otro caso.
Guido Brunetti dio un hondo suspiro. Se levantó, se
arregló la gabardina que no había llegado a quitarse y se dirigió hacia la
puerta.
-De acuerdo, vicequestore Patta. Le mantendré informado.
Y dicho esto, salió del despacho de su jefe y se encaminó
hacia la calle. Tomó una lancha de la policía hasta las cocheras y desde allí,
fue conduciendo hasta los bosques Tieck. Tomó la salida 23 de la autopista y se
dirigió hacia el pueblecito de Tieckburgo, desde donde habían recibido la
noticia del asesinato. No necesitó preguntar a ningún lugareño por la
comisaría, pues el pueblo era muy pequeño, apenas una docena de casas
prácticamente enfiladas en una misma calle. Aparcó y se dirigió dentro, donde
el jefe de la policía local y el alcalde lo esperaban.
-Comisario Brunetti, bienvenido. Es un honor tenerle
aquí. Lástima que se trate de estas circunstancias – comentó el alcalde.
-Muchas gracias. Yo también siento tener que visitar un
sitio tan bonito por un motivo tan desagradable.
-Comisario –dijo el jefe de policía – me gustaría ponerle
al tanto de todo antes que me acompañe usted al lugar de los hechos. Si es tan
amable de pasar a mi despacho.
Los tres hombres pasaron dentro y hablaron durante largo
rato acerca del crimen. El jefe de policía le expuso punto por punto todos los
hallazgos y las pesquisas realizadas por los investigadores locales hasta el
momento.
-¿Han detenido a algún sospechoso?
-Sí, señor comisario, al lobo. No tenían buena relación,
como todo el mundo sabe, y últimamente había habido varios episodios de
provocación por parte de ambos.
-Demasiado evidente. El lobo no ha podido ser. Me temo
que alguien ha aprovechado las circunstancias para acabar con ella y simular
una riña entre vecinos. ¿Han interrogado a la abuela?
-Sí, señor comisario, pero la pobre mujer estaba en casa
de uno de sus hijos celebrando el cumpleaños de un biznieto el día de autos. No
nos sirve como testigo.
-¿Y qué hay de su círculo de amistades? El asesino en
muchos casos suele estar entre personas allegadas.
-Hemos contactado con el leñador. Dos agentes están con
él en la casa de la abuela esperando que lleguemos para interrogarlo.
-Bien, pues vamos para allá.
Salieron de la comisaría. El alcalde se despidió, no sin
antes agradecer a Brunetti su presencia en el caso. Montaron en el 4 x 4 de la
policía local y pusieron rumbo a los bosques Tieck. Pararon a la entrada y
siguieron a pié. Los bosques Tieck están considerados Parque Natural y sólo
pueden recorrerse andando. Brunetti se dio cuenta de lo poco apropiado de su
vestimenta. Su gabardina, su sombrero, su traje de lana fría y sus zapatos de
piel estaban hechos para recorrer la húmeda Venecia, no para deambular por esos
parajes. Mientras caminaba en dirección a la cabaña de la abuela se lamentó de
que le hubiesen asignado a él este caso. Sus hijos, aunque ya adolescentes, aún
tenían fresca la infancia y sus cuentos, e investigar el asesinato de
Caperucita era algo que le resultaba doloroso. Habría sido más adecuado
asignárselo a Wallander, cuya hija era ya mayor, pero claro, Suecia y Henning
Mankell estaban demasiado lejos.
Llegaron a la casa de la abuela. Los restos de sangre
estaban en la parte trasera, justo donde la anciana acostumbraba a tender la
ropa.
-Fue aquí. Los disparos se hicieron con una escopeta de
caza, pero aquí está prohibido cazar y nunca ha habido problemas de furtivos.
-Obviamente alguien entró en el bosque con intención de
matarla.
-Así es.
-Veamos qué nos cuentan el leñador.
Entraron en la cabaña donde estaban dos agentes
acompañados del leñador, un tipo alto, fuerte, vestido con pantalón vaquero y
camisa de cuadros.
-Señores, este es el comisario Brunetti, que se ha hecho
cargo de la investigación.
-Buenos días, señores –dijo Brunetti.
-Buenos días, señor comisario.-contestaron los agentes al
unísono.
El jefe de policía les indicó una mesa junto a una de las
ventanas. Tomaron asiento.
-Bien, señor leñador ¿dónde estuvo usted la mañana de
autos? – preguntó Brunetti.
-En la reunión mensual del sindicato.
-¿El sindicato de leñadores?
-¡No! El del personal del bosque. Hace años que los
leñadores dejamos de trabajar aquí. Está prohibido talar los árboles desde que
lo hicieron Parque Natural. Nos tuvimos que reconvertir en guardabosques.
-Tiene testigos de su asistencia a la reunión, supongo.
-Por supuesto, los siete enanos. Ellos también tuvieron
que adaptarse a los nuevos tiempos. Ahora se dedican a enseñar las instalaciones
de lo que fueron las minas a los visitantes.
-¿Qué relación tenía usted con la joven Caperucita?
-De vecindad. Varias veces tuve que mediar entre ella y
algunos vecinos, especialmente el lobo. Se incordiaban mutuamente y a menudo yo
intervenía para evitar broncas. ¿Tenía enfrentamientos con más vecinos, no sólo
con el lobo?
-Sí, no era la niña dulce que le traía queso y miel a la
abuelita, era mujer de armas tomar. Hace tiempo que se hizo activista de
Greenpeace y siempre estaba metida en algún lío ecologista. Ahora tenía una
guerra abierta contra una empresa constructora que quería que la Administración
expropiara parte de los terrenos del parque para construir un hotel de lujo y
un campo de golf. El responsable de la empresa es el príncipe Alberto.
-¿De Mónaco?
-No, el de Bomburgo ¿no le suena? Fue pretendiente de Blancanieves.
-¿Pretendiente? ¿No se casaron al final?
-¡No! Eso dice el cuento, pera ella se fugó con un
rockero. Ya sabe usted que a las mujeres las vuelven locas los músicos.
-¡Tengo una hija adolescente que muere por todos ellos! Y
¿dice usted que la relación de Caperucita con este individuo era de guerra
abierta?
-Sí, señor comisario.
-Bien. Habrá que pedir que lo traigan a comisaría. Muchas
gracias, señor leñador. Puede marcharse.
Brunetti le pidió al jefe de policía que localizara al
príncipe y lo llevara a comisaría para interrogarlo. Había serios indicios de
que pudiese ser el asesino. Salieron de la cabaña y fueron hacia donde había
dejado el coche.
De vuelta al pueblo, se hizo la hora de comer. El jefe de
policía le indicó el restaurante del pueblo mientras él hacía los trámites para
localizar al príncipe. El restaurante local era un sitio bastante común.
Ofrecía un menú del día a buen precio, pero para nada comparable con los platos
que le preparaba Paola y que con tan buen gusto había recogido Donna León, la
autora que le había dado vida, en un libro que tituló “La cocina de Brunetti”.
Estaba saboreando una grappa después de comer, cuando un agente vino a
buscarlo. El príncipe se había presentado en comisaría. Cuando Brunetti llegó,
se encontraba en la sala de interrogatorios, sentado de una manera chulesca y
tamborileando los dedos encima de la mesa. Ni siquiera saludó al comisario
cuando este le extendió la mano. El tipo parecía alto, con el pelo peinado
hacia atrás engominado y tenía ese aire repelente que tienen la mayoría de los
pijos.
-Espero que tenga una buena razón para hacerme venir,
interrumpiendo mi partido de polo.
-Bien, iremos al grano. Al parecer, tenía usted un serio
enfrentamiento con la víctima.
-Esa niñata pretendía arruinar mi negocio y el futuro de
la zona. Imagínese la de puestos de trabajo que podrían haberse creado de no
haberse paralizado nuestro proyecto ¡Y todo por culpa de esa entrometida! Destrucción
del área protegida ¿qué sabrá ella de negocios? Imagínese el complejo hotelero
que podríamos crear aquí de no ser por los putos ecologistas. ¡Medio ambiente,
medio ambiente! ¡Malditos hippies fanáticos! Han llenado estos bosques de
palurdos domingueros que patean por todas partes. Antes se talaban los árboles,
se explotaban las minas, en fin, se generaba riqueza, pero ahora… ¡Ah! Reserva
natural. ¡Cuánta tontería ha traído la modernidad! Antiguamente mi familia
recorría estas tierras a caballo sin que nadie nos molestara. Ahora uno tiene
que dejar el coche fuera y recorrerlas andando como un rufián. ¿Cree usted que
alguien de mi alcurnia puede ir por ahí andando como si fuese un cualquiera? ¡Y
olvídese de la caza! Mi bisabuelo organizaba monterías cada temporada a las que
acudían los nobles de la zona. Ahora las escopetas se oxidan en las vitrinas
esperando a ser usadas.
-¿Es usted aficionado a la caza?
-Por supuesto, es mi deporte favorito. Claro que ahora es
bastante difícil practicarlo. Esos ecologistas asedian por todas partes.
-Tiene escopeta, claro.
-¡Tengo varias, no sólo una!
-¿Dónde estuvo la mañana de autos?
-En casa, despachando con mi mayordomo asuntos domésticos.
-¿Toda la mañana?
-Bueno…no lo recuerdo…tengo muchas cosas que hacer.
El príncipe empezó a sudar.
-También estuve en el salón leyendo un rato.
-¿Alguien puede corroborar su coartada?
-¡Mi coartada! ¿Me está diciendo que soy sospechoso? ¿Cómo
se atreve? ¡Soy un miembro de la realeza, no tengo que rendir cuentas a nadie!
El jefe de policía entró.
-Disculpe, comisario, acabamos de recibir una llamada de
un testigo que vio a su alteza montando a caballo con una escopeta la mañana
del crimen. No le dio importancia, pero recuerda que al rato, mientras andaba
tomando unas fotos, oyó varios disparos. Pensó que tal vez alguna alimaña había
atacado al príncipe, pero se enteró por el periódico del asesinato y ha
decidido informar.
Brunetti miró al príncipe, que estaba pálido como un
muerto.
-¡Quiero que venga mi abogado! –dijo con un hilo de voz.
El jefe de policía mandó pasar a los dos agentes para que
lo esposaran.
-¡Cómo no! –dijo- Pero mientras llega, su alteza va a
bajar unos peldaños hasta llegar al calabozo.
Brunetti se levantó y se dirigió al jefe de policía.
-Parece que el asunto está resuelto.
-Le agradezco mucho su presencia, comisario. Sin usted
esta historia no se habría escrito igual. Espero que vuelva por aquí, pero sólo
de visita.
-Muchas gracias. Ha sido un placer conocerles, aunque
haya sido por un asunto tan desagradable.
Brunetti salió hacia su coche. Mientras conducía de
vuelta a Venecia, pensó en lo muy diferente que resultaría el cuento de
Caperucita cuando se lo tuviera que contar a sus nietos.
*Ludwig Tieck es el autor de Vida y muerta de la pequeña Caperucita Roja. Una tragedia, una de
las obras en las que se inspiraron los hermanos Grimm para escribir su propia
versión del cuento.
Carmen Sousa
YO MATÉ A DON JUAN TENORIO
Era yo estudiante y
volvía del Instituto en bicicleta por la solitaria carretera que separaba mi
casa del centro de enseñanza. Y entonces lo vi, imposible no verlo; donde antes
estaba la antigua y ruinosa caseta del peón caminero había surgido un libro
enorme, abierto en forma de tienda de campaña. Como llovía con fuerza, decidí
dejar la bicicleta en la puerta y cobijarme. Yo esperaba encontrar un refugio
para caminantes o un comercio que vendiese chucherías para los niños y adolescentes
que pasábamos por allí, pero mi sorpresa no tuvo límites cuando me encontré una
sala amplia y luminosa, con una chimenea encendida, una mesa camilla y diversas
sillas a su alrededor. Sobre la pared más grande había una estantería repleta
de libros, clasificados por temas. Estuve un rato sin atreverme a entrar, a
pesar del letrero de “pase sin llamar” que había en el vestíbulo. Cuando lo
hice, apareció una señora de muchos años que amablemente me invitó a sentarme y
a tomar un tazón de leche con cacao que entonó mi organismo. Después me dijo:
“No tengas miedo, este sitio, como puedes ver, es una sala de lectura; nada
malo puede ocurrirte aquí, no hay mejor pasatiempo para una tarde de lluvia
como ésta que tomar un libro y leerlo según le convenga al lector”.
Al principio yo no
entendía qué significaba eso de “según le convenga al lector”, pero después me
fijé en que en la estantería había un apartado de tomos con la etiqueta “nuevas
versiones” e incluso uno que decía “libros en blanco”. La bibliotecaria me
explicó que no había por qué conformarse con lo que otros escribían, ni por qué
tenerle tanto respeto a los clásicos, para eso a todos nos había sido dado un
cierto talento creador. Pero, de todos modos, si quería leer las versiones
reconocidas por la historia sobre tal o cual figura, también estaban alineadas
en la librería bajo la etiqueta “Libros de siempre”.
Yo recordé un trabajo
que me habían encargado en el Instituto para la clase de Literatura; se trataba
de hacer una especie de ensayo sobre algún personaje de ficción y a mi me había
tocado “Don Juan Tenorio”. No me gustaba el personaje y yo no sabía por donde
empezar, pero esa tarde, al amor de la chimenea en aquella salita encantada, me
sentía capaz de todo. Comencé por leer de nuevo la obra de Zorrilla y, como
siempre, me quedó un cierto gusto desagradable que no acertaba a explicarme.
“Entra dentro de ti y averigua qué es lo que te repele” – me dijo la
bibliotecaria – “Cuando lo sepas, tú sola encontrarás la solución”.
Regresé al día siguiente
con las ideas mucho más claras y volví a tomar de la estantería el Tenorio de
Zorrilla. Lo que me disgustaba de la obra era el papel secundario y a todas
luces utilitario que se le daba a las mujeres, porque incluso aunque don Juan
se hubiese enamorado y este amor le redimiese en su último momento, el rol
desempeñado por doña Inés no dejaba de ser una mera vía para ensalzar una
figura masculina poco digna de alabanza. “Yo creo –dije- que habría que cambiar
esta obra. Don Juan merece morir sin gloria alguna”.
Yo no sé si fue la magia
de aquella sala y de la mujer que la regentaba, pero estaba contemplando una
ilustración que representaba la
Hostería del Laurel y de pronto me vi dentro de ella, vestida
cual mesonera del Siglo de Oro español y sirviendo vino entre las mesas. Don
Juan y don Luis Mejía discutían acaloradamente sobre cual había conquistado más
mujeres y matado más hombres durante un año. Ambos me parecían despreciables
pero, a pesar de todo, no me consideraba capaz de asesinarlos; tenía que buscar
quien lo hiciese por mí. Volví a mi mundo y a la sala de estar y pedí permiso
para llevarme el libro a mi casa; y a la vez uno en blanco para ir escribiendo
yo mi propia versión. Aquella misma noche trazaría un plan de acción urgente.
Lo primero que hice fue
estudiar el triste papel que le habían asignado a doña Ana de Pantoja, una
mujer que ha de casarse al día siguiente con don Luis Mejía, hombre al que
supuestamente ama, y que por un engaño en el que participa su propia criada,
deja entrar en su cuarto a don Juan Tenorio. No se sabe si es forzada por éste,
o es tan tonta que cambia de pareja sin darse cuenta. En cualquier caso, lo que
opine la mujer da lo mismo, porque lo mas probable es que acabe en un convento
donde esconder su vergüenza; aquí lo importante es salvar el honor de don Luis.
Aquella noche en mi
dormitorio, después de haberme agenciado las gotas de dormir de mi abuela,
encontré en el libro una calle con una ventana enrejada donde iba a tener lugar
la conversación entre don Juan y Lucía, la criada de doña Ana, y allí me
presenté con urgencia, vestida como siempre de mesonera, antes de que don Juan
llegase. Tuve que convencer a Lucía de que le diese al caballero junto con el
vino, que seguramente bebería para celebrar su hazaña, unas cuantas de aquellas
gotas. Le dije que don Juan las pedía siempre en el mesón para mejorar el
impulso amatorio, del que a veces andaba un poco falto, pero hice mucho
hincapié en que debía echarlas en el vino sin que lo viera nadie, ni siquiera el
mismo don Juan, y que no hiciese comentario alguno porque si don Juan se sentía
humillado el castigo sería feroz. Después, me volví a mi cama y dormí como un
lirón a la espera del desarrollo de los acontecimientos.
Al día siguiente, abrí
el libro, antes en blanco y descubrí que don Juan dormía como un bebé al lado
de una doña Ana ultrajada y llorosa. Cuando apareció el deshonrado don Luis
Mejía, el pobre don Juan no sabía donde estaba él, ni mucho menos su espada. Se
levantó como pudo, recordó que había quedado en ir a un convento a seducir a
una novicia y pidió una tregua, pero don Luis sólo le dio el tiempo suficiente
para vestirse, salir de la habitación y batirse en duelo con él. Después de
unos cuántos versos en los que se insultaron mutuamente y mancillaron cada uno
el honor del otro, y que no puedo recitar porque la memoria me falla y lo
importante aquí es el argumento, don Juan salió a la calle a pelear, pero tenía
los reflejos adormilados y no pudo esquivar la espada de don Luis, que le dejó
muerto en pocos minutos. (Ya sabía yo que las gotas de mi abuela eran
potentes).
A continuación, me metí
en el dormitorio de doña Ana que no dejaba de gimotear, que qué deshonra había
hecho ella caer sobre su casa, que aquel tendría que haber sido el día más
feliz de su vida y era el más desgraciado, que esperaba de la clemencia de su
padre que no la lanzase al arroyo y tuviera la piedad de encerrarla en un
convento en el que prometía rezar y pedir perdón el resto de su vida. Tuve que
darle un par de tortas para que se calmara y me escuchase. Le dije que ella no
era culpable de nada, que empezase por despedir a esa criada tan desleal, que
don Juan estaba muerto y que don Luis, si de verdad la amaba, correría a su
lado y se casarían ese mismo día, como estaba previsto. Pero ella me dijo que
eso no era posible, que me leyese bien la obra y vería como don Luis decía
textualmente:
Don Juan, yo la amaba,
si
mas con lo que habéis
osado,
imposible la has dejado
para vos y para mi
Volví un momento a mi
dormitorio para comprobarlo y era verdad. Ese texto aparecía en la obra de
Zorrilla y también en la nueva versión; está visto que hay cosas que no cambian
por más que haga una.
Entonces se me ocurrió
algo. Volví a casa de doña Ana, busqué las gotas de mi abuela y le dije a la
pobre inocente: “No le hagas caso a tu novio, eso es porque está nervioso; pero
mira, corre tras él antes de que se marche, invítale a tomar una copa contigo a
modo de despedida, pero ponle dentro estas gotas, no tres ni cuatro, el frasco
entero. Es un filtro amoroso que hará que no recuerde nada de lo que ha pasado
y se vuelva a enamorar de ti, de tal modo que sólo vea por tus ojos”. Doña Ana
me dijo que así lo haría y yo volví a mi casa tan contenta.
Resumiendo, en mi nueva
versión de don Juan Tenorio, por supuesto el protagonista muere por la espada
de don Luis y don Luis por una sobredosis de estupefacientes, doña Ana acaba en
un convento donde gracias al dinero de su padre llega a ser madre abadesa y la
pobre Inés, que recibió la carta de su amado don Juan, no sabe que éste ha
muerto y sigue ilusionada, aguardándole cada noche para poder representar la
escena del sofá.
Muy contenta con mi
aportación al mundo de la literatura y la justicia, me encaminé de nuevo a la
biblioteca mágica y dejé allí la versión original y la mía. “Vuelve cuando
quieras”, me dijo la encargada, pero no volví. El trabajo que hice para el
Instituto, me valió un suspenso que me tuvo todo el verano estudiando la
asignatura como tenía que ser y no como yo quería que fuese, y cuando volví en
septiembre la tienda había desaparecido y en su lugar volvía a estar la caseta
ruinosa de peón caminero.
Sin embargo, al recordarlo al cabo de los
años, solamente pienso en volver. Estoy segura de que, si quiero, la biblioteca
aparecerá otra vez.
Milagros González